EL AMOR Y LAS LETRAS

Mientras aprendía a escribir y cuando apenas conocía unas pocas letras del alfabeto, me lancé a hacer mi primera carta de amor.

Se llamaba Germán y tenía las cejas gruesas como dos rayones espesos de crayón negro. Me gustaba su sonrisa, dulce e inocente. Sin palabras para definir el amor y sin saber lo que era, lo más lindo del “Kinder Pebles” era él. El simple hecho de estar en el mismo salón de clase me convertía en una de aquellas niñas a las que les encantaba ir al colegio.

Me faltaba aprender las letras difíciles. Por ejemplo, la “Q”, que al unirse con la “u” se vuelve insonora, y la “Z”, que suena igual que la “S”, pero que no siempre se utiliza. Ya había pasado la “m” de mamá, la “p” de papá, y otras más complicadas como la “b” o la “d”, que entre ellas se amangualan para confundir a los niños hasta que se acostumbran a saber a qué lado va su barriga.

El conocimiento adquirido hasta ese momento era suficiente para escribir, con mi primer lápiz, y a trazos frágiles, inseguros y desiguales: “Dame un beso”.

Sin ningún prejuicio y más bien con emoción, mirándolo a los ojos y con la expresión picaresca de una niña que hace una travesura, en medio de la clase le entregué aquel papel arrugado a Germán. Me senté en el pupitre para continuar con las planas, pero no podía concentrarme realmente en ellas. Toda mi atención se centraba en ese niño: me urgía ver cómo desenvolvía mi primera carta de amor.

Germán abrió el papel. Su rostro se iluminó con aquella sonrisa de dientes de leche que tanto me gustaba. Entonces me regaló una tierna mirada y lo volvió a arrugar. Aliviada y a la vez satisfecha, traté forzadamente de atender las explicaciones de mi profesora. Pero recibí una gran sorpresa: sin que yo hubiera buscado alguna respuesta, Germán se paró de su silla y me dio un beso en la mejilla. Así son los niños, dan sin esperar recibir. 

Mi primer beso de amor. El más lindo e inocente. Un beso blando y suave, tibio como el agua de panela con leche que me daba mi abuela cuando me dejaban a dormir en su casa. No le conté a nadie aquello tan lindo que no se puede explicar. Más bien lo escondí en mi almohada y luego lo guardé en mis sueños. Y en las mañanas lo incorporaba a mi sonrisa cada vez que, ilusionada, me uniformaba con aquella bata de cuadros azules con blanco para ir al jardín infantil.

Yo no jugaba con Germán. Los niños jugaban con los niños, y las niñas con las niñas. Pero entre juegos lejanos y canciones infantiles nos lanzábamos miradas cómplices.

Un niño cree esconderse tapándose los ojos, y también piensa que sus secretos son invisibles para los demás. Eso creía yo, pero todos se daban cuenta, hasta la profesora. El beso había sido algo breve, pero su estela había quedado impregnada en las paredes del jardín.

Un día la profesora me dijo que debía ir a la oficina de Ester, la dueña y directora del Kinder. Con toda naturalidad y sin ningún temor ascendí al segundo piso del jardín, donde solamente subían los adultos. Allí se encontraban Ester, con su labial rojo escandaloso sentada en su imponente escritorio de madera; mi mamá, a quien con sorpresa y alegría saludé, y otra señora de cejas fruncidas y falda estrecha. Sobre su escritorio se encontraba un papel cuadriculado y arrugado, igual al que aquel día inolvidable le entregué a Germán. Ester lo extendió, e inquisitivamente me preguntó si yo lo había escrito. Con la ingenuidad que podría caracterizarme a los cinco años, imaginé una gran felicitación pública. ¡Qué gran hazaña haber hecho una magnífica carta con tan pocas letras conocidas! De manera orgullosa respondí que sí. Pero en lugar del reconocimiento esperado, llegaron grandes discusiones adultas que no comprendí. 

Las cejas de la mujer extraña se fruncían mucho más, las voces se levantaban y en el ambiente volaban palabras ininteligibles para mí…Evocando los recuerdos una a una se revelan aquellas palabras que con cuidado guardé esperando el momento en que pudieran ser entendidas: coqueta, corromper, aprovecharse…

Y sin entender por qué, más bien invadida de aquel tenso ambiente, mi orgullo se fue apocando, el escritorio de madera se hizo más grande, Ester y la señora también se agrandaron. Mi madre se hizo invisible, como si yo estuviera perdida en un bosque y ella no me pudiera rescatar. Y así mis cándidas mejillas se calentaron de repente, y conocieron el rubor, marca delatora de quienes sienten vergüenza.  

Carolina Rodríguez Amaya

@carolinarodriguezamaya

Una pregunta sencilla

Hace años, en un taller de escritura, Alberto, el profesor, nos hizo una pregunta que, por parecer obvia, nunca me había hecho. Pero, cuando traté de contestarla, resultó más difícil de lo que parecía.

La única forma que encontré para responderla fue en un papel.

¿Por qué escribo?

Para encontrarme con aquella mujer serena y solitaria que habita en el lugar callado y tranquilo de la intimidad, que solo habla cuando debe, cuando quiere, cuando le nace. La visito para que rompa su silencio misterioso. Escribo para implorarle que me diga lo que sabe. Lo que ese día, ese instante, por capricho suyo, quiera decir.

No siempre me atiende ella, tiene guardianas expertas en disfrazarse, que engatusan a cualquiera con su palabrería. Entonces, resignada, termino anotando sus quejas o sus observaciones superficiales. Unas veces insisto y, con paciencia y mucha cautela, logro acceder a la Gran Sabia. Otras cuantas, desisto y me conformo con las migajas inútiles de quienes me impidieron la entrada.

Escribo porque ¿cómo más se puede llevar una conversación íntima y ordenada con uno mismo?

Escribo confiando en que el papel sea el confidente fiel, incapaz de limitarme en mis confesiones, que me incite a la generosidad para que yo no guarde reserva alguna, aunque sin tener que explicar o justificar en exceso. Y que la tinta, así como suele hacerlo en las firmas de los contratos, atestigüe que las letras de que quien escribe en la intimidad son la única garantía de que se hable con la verdad, pues quien miente en el papel no solo se miente a sí mismo, sino que profana el alma de los poetas.

Escribo para extraer, a las buenas o a las malas, mis demonios, mis sombras, mientras exploro escondites en donde se pudieran resguardar. Entonces los obligo a reducirse al mundo de las dos dimensiones, el ancho y el largo que los encierra y los condena en una hoja. Escribo también esperando el proceso inverso: que al plasmar en el mundo plano mis sueños, mis memorias, mis deseos o mis creaciones, cobren vida.

No se sabe si se escribe para recordar o para olvidar, para convencer o para convencerse, para alegrarse o para desahogarse. Pero, definitivamente, para sanar. Para ser un simple observador de uno mismo, mientras que la mano compulsiva anota sus propias conclusiones.

Escribo para encontrar la magia de todo aquello que se nombra como cotidiano, para poner un paréntesis al andar incesante de la vida y entonces tomarla por sorpresa, confrontarla, interrogarla y finalmente descubrir que no existe otra opción diferente a rendirnos a ella.

Carolina Rodríguez Amaya

@carolinarodriguezamaya

La casualidad

Ayer, coincidencias de la vida, como dicen, me encontré con MiguelA, un gran amigo que se hospeda justo encima del apartamento en donde ahora estoy de vacaciones. Minutos antes, no sé por qué, estaba pensando en él. Cuando cruzamos algunas palabras nos preguntamos mutuamente si creíamos en las casualidades. Entonces le respondí repitiendo la ya trajinada frase: “las casualidades no existen”.

Hoy en día se habla más bien de causalidades, sincronías, “diosidencias” o serendipias.

De hecho, cada minuto de nuestra existencia es producto de la causalidad, un efecto de una causa anterior, sembrada con nuestras acciones o nuestros pensamientos en un tiempo anterior, casi siempre de forma inconsciente, otras cuantas de forma consciente.

Creo absolutamente en ese tipo de coincidencias, las orquestadas por nuestros deseos, las planeadas por el mundo invisible de lo desconocido como una respuesta a lo que nos preguntamos, o a lo que necesitamos. Como también dicen, cuando está listo el discípulo aparece el maestro, y adiciono que cuando estamos dispuestos a recibir aparecen los regalos, cuando estamos abiertos a las oportunidades es cuando estas llegan, cuando estamos prestos a amar aparece el enamorado y cuando hay deseo de saber, por algún lado llega la respuesta.

Creo que dichas serendipias ocurren a diario, aunque en muchos casos no nos hagamos conscientes, las tomamos como algo cotidiano o simplemente como una curiosa casualidad de poca relevancia. Pero, si estamos atentos, el mundo nos habla de forma constante: la letra de una canción, la frase de un libro, un encuentro espontáneo o la forma de una nube pueden tener la respuesta a lo que estábamos buscando.

Hace unos años me encontraba en el tercer piso de Bulevar Niza con mis dos hijos, en ese entonces, pequeños. Estaba comprándoles unos helados cuando me di cuenta de que no tenía ni un peso en la billetera. Ni la paciencia de los niños ni la mía me animaron a ir al cajero electrónico (la única opción que me proponía la vendedora), pues tenía que bajar dos pisos al ritmo de sus pasitos cortos. Entonces, por unos segundos me senté en una mesa, a pensar qué hacía, mientras los desesperados hermanitos señalaban insistentemente en el mostrador el color de helado que querían. Pensé en que lo ideal sería que alguien se me apareciera y me prestara el dinero. No solo pensé en dicha solución, sino que se me pasó por la cabeza un tal Juan Carlos, un conocido, excompañero de parapente, a quien no veía hacía muchísimo tiempo. A los pocos minutos, como si se lo hubiera pedido al genio de la botella, pasó por el corredor y me dio cinco mil pesos, suma suficiente para los dos helados.

Cuento un caso raro, pero hay eventos más sutiles que nos favorecen a diario. De hecho, nuestra existencia es producto de un sinfín de improbabilidades que, encadenadas, han hecho que la vida exista y que haya evolucionado hasta la complejidad que nos identifica. Que podamos hacer fuego, leer y escribir, hacer uso de antibióticos, beneficiarnos de la electricidad y tratar de entender la teoría de la relatividad, son inventos que han sido producto de las llamadas casualidades.

Cuando hice el camino a Santiago de Compostela era recurrente que, justo cuando me preguntaba cuántos kilómetros faltarían para llegar al destino, aparecía un letrero o un caminante informado a entregarme la respuesta. El camino a Santiago, metáfora del camino de la vida, regala las respuestas que cada cual le hace de diversas formas sorprendentes. Una noche, terminando ya los pasos por Portugal, entablamos conversación con un peregrino holandés. Nos contó que caminaba para encontrar respuesta a su dilema ético: como médico de familia, muchas veces debía practicar la eutanasia, legal en Holanda. Sin embargo, había algo en su interior que le hacía sentir incómodo. Le atormentaba saber que en el bolsillo de su bata portaba un arma mortal. Cada vez que inyectaba a un paciente suicida sus manos sufrían una alergia dermatológica. Negarse era un desacato y, además, eso podía fomentar métodos imperfectos. Sentía que la única opción era su retiro, pero se preguntaba entonces a qué se podría dedicar. Sabía que la respuesta se la daría el camino. Al cruzar la frontera de Portugal y llegar a España se hace evidente la diferencia entre los dos países: los cuidados y florecidos jardines de las casas se tornan tristes y crecen a su antojo, algunos acogiendo chatarras, trastos o muebles inservibles. Las calles carecen de demarcaciones y la señalización en algunos casos está vandalizada. Los muros deslucen grafitis de rebeldes o desocupados, algunos de ellos ilegibles o incomprensibles y muchos otros… ¡con respuestas! No sé si un grupo de católicos, de aficionados, de extrema derecha o de antifeministas tenía grafitado cada poste, escrito cada muro, violentada cada señal de esa parte del camino con grafitis de “no al aborto” y “no a la eutanasia”. Supongo que el doctor holandés recibió la respuesta. Y yo recibí mi pedido: historias que pudiera contar.

Me gusta deshilar mi vida hacia atrás, como desbaratando una bufanda de esas que me obligaban a hacer en el colegio, y saber que si no hubiera entrado a trabajar a Yazaki no hubiera conocido a mi esposo y por lo tanto no existirían mis hijos. Que, si no hubiera entrado al club de lectura al que me invitó Margarita, no hubiera conocido a mi amiga Diana y no hubiera escrito con ella el libro de Códigos Sagrados, que precisamente se publicó con ayuda de MiguelA. Y que si no me hubiera entusiasmado tanto con aprender a volar parapente pues no hubiera conocido a Margarita, tampoco me hubieran secuestrado y mucho menos hubiera escrito un libro sobre ello. Es cuando me convenzo de que ni la vida, ni la historia, ni la evolución, ni la fortuna ni la desgracias son casualidades, sino que tienen un propósito concreto. Que nosotros, como la banda de los pájaros que migran hacia el verano, los sincronizados cardúmenes o las revoluciones de las masas descontentas actuamos bajo el impulso de algo más grande, que nos guía, nos mueve, nos empuja, nos sacude y nos inocula grandes deseos en nuestros corazones.

Podemos pensar que existe el libre albedrío cuando decimos que hacemos lo que se nos da la gana, pero ¿por qué algo se nos antoja? ¿elegimos qué es lo que se nos da la gana? Como puse hace un tiempo en el Instagram, somos marionetas de Dios guiados por los finos hilos del deseo.

Nada es casualidad. No es solo una frase de cajón. Es cierto. Incluyendo el hecho de que estés leyendo este texto.

Carolina Rodríguez Amaya

Tiempos de transformación

Difícil soportar los cambios cuando nos aferramos a ideas preconcebidas, a rutinas establecidas, a ideales impuestos. Todo se está desvaneciendo. Y nos preguntamos: ¿qué hay? Pues lo que creemos, pero mejor, lo que creamos que pueda ser posible.

Se mueren nuestros viejos, se desgastan. No los mata un virus, los mata el encierro y la soledad. Les mata el caos que ni siquiera viven, pero que ven a través de la caja negra que es su única compañía mientras piensan que los tiempos pasados fueron mejores y que el tiempo futuro es aterrador.

Y en cuanto al tiempo presente, ¿qué se hace cuando parece que sobra? Llenarlo de nada, de miserias, de añoranzas, de pensamientos inútiles, repetidos, cotidianos, aburridos. ¿Es la ignorancia de saberse creador? ¿es el tedio que nubla la motivación? Motivación de qué, para qué si el mundo anda cambiando con tanto desenfreno que no se alcanza ya a planearlo, mucho menos a comprenderlo. Que lo cambien otros, los que nacen, los que crecen, tal vez algunos de los que se reproducen, mientras el resto espera pacientemente a ser de los que mueren, mientras el pánico a la muerte los mantiene atentos a lo que pasa afuera.

Se sumergen nuestros jóvenes en un mundo irreal de pixeles, juegos, apps, emojis y chats, la compañía de la soledad, la libertad que soluciona la restricción, posponiendo la vida que no conocen, porque no se ha vivido.

Es cuando el caos interior debe salir, ya no aguanta más adentro.  

En el caos no hay ley y si la hay no se cumple, o no sirve. El caos busca la destrucción de lo que aprieta, libera lo que está reprimido, custodiado, para que salga a la luz. Y esos diablos sueltos lucen aterradores, intimidan y confunden, pero es que les llegó su momento.

El mundo cambió, o nos enfrentamos con nosotros, con nuestros miedos y nuestros demonios, o seguiremos huyéndoles con evasivas, ya no lúdicas, tal vez ahora sociales, psicológicas, tecnológicas, gastronómicas, alcohólicas o farmacológicas.

Explota, sale la ira y la frustración, las lágrimas colectivas encharcan las calles y lavan la sangre y limpian la mugre. Y luego el sol, que siempre ha estado brillando, sonreirá cuando se de cuenta de que por fin lo están mirando.

Carolina Rodríguez Amaya

Cuando el 2020 sea un recuerdo

En unos años, me gustaría recordar esta extraña época como hoy lo hago con los tiempos del racionamiento energético. En los años 80´s María, la empleada, después de recoger los platos de la comida prendía la vela, segundos antes de que quitaran la electricidad, a las siete de la noche. La luz de una vela en la oscuridad barniza de magia las palabras que a su alrededor pronuncian y propone una comunión entre quienes la rodean. María, ya en la penumbra, procedía a relatarnos diversas historias, que variaban según su estado de ánimo. Cuando eran alentadoras, queríamos que nunca llegara la luz. Pero otras veces nos instruía sobre las maldades de “la llorona” o “la patasola”, mujeres que sin ningún pudor solían martirizar a la gente de las zonas rurales, tal vez por ser oscuras, como en la vereda de Garagoa donde ella creció. Era cuando comenzábamos a rezar para que se prendieran rápido los bombillos. Otras noches, mi papá tomaba su guitarra y nos cantaba algún bambuco, o entonaba “el marrano gordo” mientras, nosotros tres lo acompañábamos con timidez. Años después, cuando yo ya estaba en la universidad, se repitió ese tipo de ahorro de energía, que usábamos como justa disculpa para hacer posponer las entregas de los trabajos o para hacer desorden en las horas de estudio. Fue cuando se adelantó la hora oficial del país, para ahorrar energía, y entonces teníamos que madrugar cuando “todavía era de noche”, casi ganándole a los pajaritos. No nos pudimos acostumbrar a dicho leve cambio, tan común en países con estaciones, y para cada cita no parábamos de preguntar si era la hora de antes, o “la hora Gaviria”.

Cuando comenzó esta cuarentena, recordando aquellos tiempos, me prometí vivirla de forma constructiva, de manera que fuera memorable, como en las épocas en que nos quitaban la luz. Sin embargo, no ha sido tan fácil. Los primeros días de marzo me alegré por no tener que salir, por no tener que maquillarme, por no tener que sumergirme en el esmog ni en el desesperante tráfico citadino para hacer vueltas que quién sabe por qué razón hoy ya no son necesarias. Me adapté a hacer todo lo que fuera posible a través de la virtualidad: mi clase de yoga, la de piano, hacer ejercicio con las amigas del colegio y hasta uno que otro brindis.

Se volvió normal no tener privacidad y ser siempre escuchada por los cohabitantes de mi casa y, también, escuchar lo que no me compete (incluyendo las maravillosas divagaciones del profesor de español de mi hija, así fuera arrebatándole uno de sus audífonos). Me impuse la libertad de andar sin brasier (otras veces la de andar en brasier) mientras ordenaba la casa, sacaba la ropa que no uso, las ollas peladas o limpiaba hasta el más recóndito cajón al que ningún hombre puede llegar, por más meticuloso que sea. Me lancé al estrellato de la cocina y quedé experta en platos típicos como el ajiaco o los fríjoles y en platos internacionales, como la paella y los curris. Ordené y limpié hasta que las obsesiones inútiles dejaron de cobrar sentido, se incrementaron los domicilios y hoy, cuatro meses después del confinamiento, solo hago lo estrictamente necesario, excepto barrer.

No sé qué relación inconsciente tengo con la escoba… si tendrá que ver con mis ancestras, tal vez muy hacendosas, con las brujas, o con ambas. Cuando la agarro, entro en un estado meditativo, tal vez mágico. Mientras arrumo el polvo, voy barriendo también mis pensamientos: los innecesarios, los sesgados, los inconvenientes, los prejuiciosos y los obsoletos. Sobre todo, los de otros, esos que vamos acogiendo como propios con un ímpetu irreflexivo. En dichas cavilaciones, me pareció muy extraño que el virus saliera de un murciélago, que solo afectara a una ciudad específica en China, pero sí en todo el resto del mundo, que en Italia arrasara con sus habitantes de forma despiadada mientras que, en Grecia, a pocos kilómetros, no hubiera casi afectados, que el mundo se hubiera detenido de forma tan drástica o que se hablara premonitoriamente y con arrogante seguridad de algo tan nuevo. Bueno, siempre hay una primera vez para todo.

Entonces, el huracán de pensamientos arremolinados bajo la escoba me llevó a buscar otros puntos de vista diferentes a los del conteo de muertos e infectados que vemos en los pobres noticieros nacionales. Me sumergí en el laberinto de las teorías conspirativas que, por supuesto, generaron muchos más cuestionamientos. Encontré una gran diversidad de hipótesis: desde expertos en conspiraciones que niegan la existencia del virus o culpan a los “reptilianos” de soltarlo para controlar la humanidad, hasta testimonios de trabajadores del sector de la salud, españoles, alemanes o americanos, que afirman que los han presionado para cambiar las cifras, médicos alternativos que aseguran que ya existe solución, no solo para combatir el virus sino para evitarlo o rebeldes que aseguran que todo es un plan para cambiar el sistema económico mundial, para hacer el gran negocio de vacunar a la población terráquea o para implementar las nuevas tecnologías de control masivo.

Consumí artículos y videos de los grandes peligros de la tecnología cinco G, de las manipulaciones del “maléfico” doctor F que quién sabe por qué estuvo en Wuhan poco antes de que saliera a debutar el virus, de las acusaciones a la pobre doctora J que estuvo encarcelada por falsas acusaciones por tratar de revelar los planes del científico F, del millonario negocio de las vacunas hechas con tejidos de feto y quién sabe qué más porquerías, que además deja a muchos niños autistas, del nanochip que nos van a insertar dentro de la futura vacuna, que por cierto nos quiere volver infértiles porque somos muchos, del filántropo y multimillonario B, posible creador de los virus informáticos que ahora es experto en virus biológicos y de doctores que se revelan contra el adoctrinamiento educativo en las escuelas de medicina, patrocinado por las farmacéuticas. La mayoría de estas acusaciones carecen de pruebas, otras, se pueden verificar en la web.

Lástima que se entremezcle la cruda verdad con la difamación, que se confundan las falsas noticias con los vetos o el rechazo a quienes piensan diferente. Y también lástima que a todos estos protagonistas de descubrimientos, cuestionamientos, sospechas o acusaciones los metan dentro del mismo saco etiquetado como “conspiración”, pues hay mucha información valiosa y rescatable, por lo menos considerable, mientras que la oficial tiene una que otra carencia, por no decir falencia. En otras palabras, nada es blanco o negro. La humanidad es bondadosa –conozco muchos corazones bienintencionados–, pero también –la historia lo demuestra– es egoísta.

Finalmente, me di cuenta de la inutilidad de dicho tipo de información alternativa y renuncié a ella, en parte por saturación y en parte para evitar el consumo innecesario de mi energía vital en preocupaciones cuestionables, o por lo menos sin solución. ¿Qué importa si el virus fue creado por el hombre en un laboratorio o si fue una de las gracias de la sabia naturaleza? Decidí que mejor sería seguir barriendo mi casa, poniéndome el tapa-sonrisas cuando tengo que salir, acumulando los abrazos para momentos más apropiados. Me rendí, me declaré ignorante de los verdaderos hilos que mueven el capitalismo, los sistemas salud pública, la información oficial, es decir, renuncié a saber cómo y quiénes son los que nos gobiernan a nosotros: la masa. Sin embargo, agradezco haber ampliado mi punto de vista, punto entre muchos otros, dispuesta a no tragar sin masticar toda la información que de forma tan generosa se nos ofrece a borbotones.     

El tiempo que usaba en YouTube escarbando sobre aquel filántropo que por alguna razón (cada cual con sus teorías) le dio por vacunar a la gente en India y en África, lo intensifiqué fabricando en casa los recuerdos que, en algún tiempo que espero no sea muy lejano, me harán sonreír.

Nosotros los del montón

No sé si cuando niña quería ser cantante por la felicidad que me producía la música o por la precoz y a la vez inútil necesidad de ser famosa. Con los años me di cuenta de que dicho sueño distaba mucho del empeño que le había puesto y que, por lo tanto, mi afinación solo daba para aportar al coro una de las tantas voces de las niñas del colegio. Allí comenzó la historia de la inevitabilidad de pertenecer al montón. Creo que nací para pertenecer a tan habitado y masivo grupo, empezando por mi nombre: montones de Marías, como nos quisieron llamar para que evocáramos la pureza de la tan admirada madre de Jesús, miles de Carolinas, producto del sueño de nuestras madres de tener algo que ver con los elegantes nombres de la realeza europea (Carolina de Mónaco, Leydi Di), y para completar el Rodríguez, el apellido más común en Latinoamérica. Me hubiera gustado llamarme Paloma, Cielo, Marisol o Estrella, para que por lo menos el nombre me sacara de las densidades de la tierra.

Nunca me hice notar, creo que ni traté. En la clase de educación física pude dar el bote y hasta pararme de cabeza, como casi todas las demás niñas, pero nunca hacer la medialuna ni mucho menos las piruetas más avanzadas que hacía Olga Lucía. Era buena en matemáticas, pero nunca la mejor y en las artes hice los mismos dibujos que hacen la mayoría de las niñas de mi edad. Y una de mis pocas gracias, que era tocar piano, fue desconocida, porque a nadie le importaba, o eso creía yo, y entonces ni me arrimé por el único piano que andaba como un mueble olvidado en el teatro del colegio. Ni tan fea como para que me la montaran, ni tan bonita como para generar fervores, ni tan obediente como para que las monjas me adoptaran de candidata a acompañarlas en sus devociones ni tan rebelde como para que me tuvieran entre ojos; para los profesores fui una niña más. La época ayudó a que ellos no se preocuparan por identificar mis talentos, ni mucho menos por motivarme si por casualidad se evidenciaba alguno. Seguir leyendo «Nosotros los del montón»

La vieja y el mar

A propósito del triste episodio del colombiano que murió ahogado en Bali, recuerdo cuando, hace unos años, me fui a Palomino, un pequeño resguardo indígena ubicado entre Santa Marta y Riohacha, a un retiro de yoga. Aunque iba con toda la intención de estar en silencio y en un estado introspectivo, me encontré con una parranda de viejas que ni sabían yoga, ni tenían la intención de quedarse calladas. Después de hacer yoga en la playa, unas de ellas salieron a broncearse, a tomarse fotos en bikini y a seguir hablando como si al siguiente día les fueran a cortar la lengua. Otras, se quedaron en las hamacas y Valeria, la profe, una mujer de cuerpo tonificado, piel bronceada y con un aire de haber vivido toda su vida junto al mar, tomó su tabla y se lanzó a surfear las olas envalentonadas. Yo decidí disfrutar el mar, a pesar de que sobre la arena había un palo enclenque con un trapo rojo que pretendía ser una bandera. Con dicha precaución, solo me atreví a quedarme en la orilla.

Pero, sin saber cómo, poco a poco, el mar me fue llevando, halando cada vez más hacia sus aguas, insistiendo en acogerme sin mi permiso. Unas olas insistentes me comenzaron a chupar. Cuando me di cuenta ya no estaba en la orilla. No sé a qué horas me encontré tan lejos, tal vez a unos 20 metros de la playa. Seguir leyendo «La vieja y el mar»

¡Ay! las ventas…

Me pregunto si el arte de vender es un talento nato, una habilidad adquirida o una labor de monitoreo continuo de la propia estima. Admiro a aquellos insistentes vendedores de productos difíciles, como las aspiradoras o los seguros de vida, que nunca se dan por vencidos a pesar de la cantidad de negaciones que deben de recibir a borbotones. Me pregunto qué hacen con tanto rechazo y si tantos “no” afectarán su amor propio. Los compadezco cuando pienso que su sustento depende de ello, y también su trabajo cuando tienen que cumplir las aterradoras metas de ventas que, además, cuando por fin las cumplen, las suben, pues injustamente suponen que debieron de estar muy bajas.

A lo largo de mi vida he vendido ciertos productos, unos muy exitosos y otros no tanto. Pero de todos he aprendido. Recuerdo, de pequeña, la primera vez que vendí. Eran unas laminitas para tatuarse en la piel, de Mazinger, un robot ochentero que robaba audiencia en los recién salidos televisores a color. Mi hermano me las vendía “a peso” después de que se las regalaba un compañero cuyo padre trabajaba en la empresa del jabón Rexona, que saldría pronto como promoción con dichas láminas de regalo. Yo las vendía a 10 pesos. Cuando mi hermano se enteró de mi fortuna me tildó de estafadora, poco antes de que los jabones con la promoción salieran al comercio y mis compañeras también me llamaran de la misma forma. El negocio se acabó por punta y punta.

Luego siguió el tráfico ilegal de bombombunes, supercocos y hasta sánduches durante toda la época del colegio, hasta que me gradué o, casi al mismo tiempo, hasta que me hicieron un reclamo por un pelo que salió en una lechuga y no sé si aquella indelicadeza me desprestigió o no me atreví a vender más productos sin los procedimientos higiénicos que hoy recomienda el Invima.

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Solicitud a un hombre difícil

1947, DOÑA LUCÍA, AL MARIDO

Unidos por la Iglesia y con el salvoconducto divino, le recuerdo que soy toda suya, incluido mi reservado cuerpo para que me haga otro hijo. Dios es testigo de que el sudor que empapa las sábanas, el cosquilleo de mi entrepierna y las ansias de un abrazo entero suyo no son más que llamados a cumplir con el deber de procrear, igual que el de asumir mi deber de esposa y así compartir mi carne para que sea una sola con la suya, como dice la Sagrada Biblia. No me deje sola esta noche sin su compañía, ya van varias otras de espera y solo siento su calor lejano en la profundidad de mis sueños. Tranquilo que no le estoy juzgando, tampoco es mi derecho preguntarle por qué anda usted tan ocupado hasta altas horas de la noche, yo sé callar, como toda mujer respetable debe hacerlo. Hace tiempo no se emociona usted al verme peinar mis cabellos, ni se atreve a arrebatarme de mis inocuas cavilaciones cuando me toma de mi brazo frágil, me dirige a nuestro lecho y me embiste con afán mientras sube mi camisón blanco, que bordé con tanto entusiasmo pensando en usted. Hace tiempo no disfruto de su voz sonora, exclusiva, ofrecida solo a mí y libre de las palabras intelectuales que usa dirigir a su público de aduladores. Hace tiempo que no le veo quitarse su frac, su chaleco y su sombrero mientras sus ojos se clavan en los míos, haciéndolos suyos.  Espero su atención como el mismo piano triste de la sala que, al esperar ser tocado, guarda una hermosa melodía. Cuando me aplico la sábila que Rosario arranca del jardín trasero sobre mis piernas pienso en sus gentiles manos y solo ayudo a la criada a amasar las arepas porque el movimiento de mis manos ansiosas me hace pensar en sus bien formados músculos, y que Dios me perdone si no es porque ya Hernancito tiene dos años y necesita un hermano. Seguir leyendo «Solicitud a un hombre difícil»

El idioma y la «realidad»

Hace unos días recibí una llamada del colegio de mis hijos en la que me invitaban a participar en una charla en conmemoración del día del idioma. Hoy me mandaron unas preguntas –que no sé si hicieron los niños o los profesores– para que las prepare para el siguiente día, cuando lastimosamente tendré que responderlas con cierta vergüenza en el momento en que llegue la hora de decir que, de niña, contrario a los famosos escritores que se sumergían en las grandes bibliotecas de sus padres o de sus tutores o de su escuela o de una biblioteca pública, más
bien me conformaba con valerme de la imaginación de mis juegos infantiles y, entonces, era poco lo que leía.

Mientras los escritores famosos a edad precoz se leyeron El Quijote o las grandes obras de literatura universal intuyendo el gran tesoro que guardan los libros yo lo único que atinaba a leer era Condorito y Mafalda. Y mientras ellos, grandes maestros, podían ya esbozar la comprensión de Borges o encontrarle sentido a la poesía y regocijarse con las aventuras de Tom Sawyer a los cinco años, yo a los doce solamente podía identificarme con la enamoradiza Susanita que soñaba con romances, hijitos y matrimonios. Esa es única respuesta que podría darles a los estudiantes a la segunda pregunta (con qué personaje de qué libro me identificaba) que me envió Jeny por WhatsApp, porque los pocos libros que leí de niña, más bien impuestos por el colegio, me parecieron aburridísimos (Platero y yo, El Moro, la María).

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